sábado, 30 de julio de 2016

3. Primum non nocere ¿primer principio de la ética médica? Alberto Lifshitz

INTRODUCCIÓN
La traducción de la alocución latina primum non nocere, atribuida a Hipócrates, se suele
traducir como “primero no hacer daño”, pero dado que “primero” tiene una connotación no sólo de jerarquía sino también ordinal, se han propuesto otras formas con diferencias sutiles;
entre ellas:
“Sobre todo no hacer daño”
“Ante todo no hacer daño”
“Primero que nada no dañar”
“Antes que nada no dañar”
Se refiere, entonces, al deber de los médicos de no causar daño, deber que se ubica como
prioridad en la jerarquización de obligaciones éticas, según se muestra, por ejemplo, en el
libro de William Frankena, expresadas en orden de mayor a menor compromiso, en donde
se ve que la promoción del bien tiene una prioridad bastante menor que la de evitar el daño:
1. La obligación de no producir daño o mal.
2. La obligación de prevenir el daño o el mal.
3. La obligación de remover o retirar lo que esté haciendo un daño o un mal.
4. La obligación de promover lo que hace bien.
Se da por sentado que ningún médico tiene la intención de dañar. Más aún, el médico ha
sido considerado ‘la segunda víctima’ en los daños yatrogénicos, no sólo por el riesgo que
implica exponerse a demandas y reclamaciones sino porque tiene que enfrentar las culpas
y remordimientos que un profesional responsable siente cuando percibe que perjudicó a su
enfermo.
Pero aún el daño involuntario puede significar una responsabilidad ética en tanto que,
por ejemplo, participen la falta de previsión y los errores evitables; no se diga la negligencia,
ignorancia o fraude. Colocar este compromiso ‘por sobre todo’, ‘antes que nada’ y ‘primero
que nada’ hace énfasis en lo paradójico que resulta que una profesión que tiene el propósito
de hacer el bien pueda resultar dañina, y que a veces resultaría preferible ni siquiera intentar
hacer el bien si al hacerlo se pudiera generar daño.
DOBLE EFECTO DE LAS ACCIONES MÉDICAS
En su interpretación más radical el primum non nocere provocaría una parálisis operativa pues
obligaría a evitar cualquier acción médica, dado que todas ellas suponen el riesgo de dañar.
La potencialidad de hacer daño es inherente a la práctica médica. De hecho, cada una de las
acciones del médico tiene un efecto bueno y un efecto malo: la extirpación de un tumor puede
salvar la vida pero produce dolor y a veces discapacidad y mutilación; todos los medicamentos
tienen efectos adversos además del efecto benéfico; administrar una inyección propicia,
desde luego, el acceso del medicamento al sitio en el que debe actuar, pero produce al menos
dolor y tiene el riesgo teórico de una lesión nerviosa o un absceso, etcétera. Esta duplicidad
de efectos se regula éticamente bajo el llamado “principio del acto de doble efecto”. Este
principio señala que es lícito realizar una acción de la que se siguen dos efectos, uno bueno y
otro malo, siempre y cuando se satisfagan cuatro condiciones:
1. La acción en cuestión ha de ser buena o, al menos, no mala; es decir, indiferente o
permitida.
2. No se desea el mal resultado; no entra en la intención del agente causar mal alguno.
3. El buen resultado no es consecuencia del mal, es decir, no se usa un mal como medio
para obtener el fin (bueno), sino que aquél es un hecho colateral nada más.
4. Lo bueno tiene que ser proporcionado, es decir, en el resultado final el bien obtenido
debe superar al mal accidental acumulado.
Para ilustrar este principio se suele utilizar el ejemplo de una mujer embarazada con
cáncer del cuello uterino en la que la única posibilidad de curación implicaría una extirpación
de la matriz (histerectomía) que, necesariamente, provocaría la muerte del feto inviable.
Abstenerse de alguna acción terapéutica conduciría a la muerte de ambos, madre e hijo, en
tanto que la histerectomía podría preservar la vida de la madre. Aplicando las reglas del “acto
con doble efecto” la histerectomía es, en sí misma, buena en tanto que puede ser curativa del
cáncer; la intención del actuante no es la de provocar la muerte del feto; el buen resultado no
depende de que el feto muera y se podría juzgar que el resultado final es que el bien supera al
mal, pues tendríamos una muerte en vez de dos.
PRÁCTICA HEROICA VERSUS CURACIÓN NATURAL
Los médicos nos ubicamos entre dos tendencias extremas a propósito de las intervenciones
que pueden producir daño. Históricamente, en uno de los extremos se encuentra la llamada
“práctica heroica” en la que lo importante es salvar la vida sin importar que se cause sufrimiento
o algún daño marginal; en este extremo se ubican el encarnizamiento terapéutico y
los llamados tratamientos extraordinarios, fútiles u optativos. En el otro extremo se ubican
los partidarios de la “curación natural”, quienes intervienen lo menos posible para permitir
actuar a las “fuerzas de la naturaleza” suponiendo que son benéficas (vis medicatrix naturae)
y el nihilismo terapéutico. Los primeros tienden a producir daños por exceso (comisión) y
los segundos por insuficiencia (omisión). La mayoría de los médicos nos encontramos lejos
de estos extremos pero hay colegas y especialidades que se aproximan a uno de ellos; por
ejemplo, la cirugía, los cuidados intensivos y las áreas intervencionistas de la cardiología o
la imagenología tienden a la ‘práctica heroica’, y las especialidades más generalistas hacia la
‘curación natural’. En la organización actual de los servicios de salud también se identifican
modelos que promueven en uno u otro sentido: hacia la yatrogenia por comisión los que incentivan
la sobreutilización de servicios y los tratamientos innecesarios, y hacia la omisión
los que niegan estudios o tratamientos necesarios con base en la falta de apoyo financiero o de
las debidas autorizaciones por parte de los pagadores.
EL PRINCIPIO DE NO MALEFICENCIA
La obligación de no hacer daño se consagra en uno de los principios de la ética médica contemporánea,
el llamado “principio de no maleficencia” que junto con los de respeto a la autonomía,
beneficencia y justicia constituyen la tétrada en que se sustenta una ética de principios
propuesta por Beauchamp y Childress, la que ha sido muy ampliamente difundida y que
constituye la expresión más representativa de la ética médica norteamericana de hoy en día.
El daño yatrogénico es bien reconocido como una de las causas de enfermedad o lesión.
Si dentro de este daño potencial se consideran no sólo las consecuencias físicas sino también
las psicológicas, morales, económicas y otras, se tiene que admitir que los médicos (o los
sistemas médicos) nos encontramos entre los agentes etiológicos más frecuentes de daño a
los pacientes. El Institute of Medicine de Estados Unidos publicó en 2000 un texto llamado
“Errar es humano. Construyendo un sistema de salud más seguro” en el que estiman unas
98 000 muertes anuales por errores médicos, cifra que excede la de muertes por accidentes de
vehículos automotores (43 458), cáncer de mama (42 297) o infecciones por VIH (15 516).
Se estima que más de 13% de los ingresos a un hospital se deben a efectos adversos del diagnóstico
o el tratamiento y que casi 70% de las complicaciones yatrogénicas son prevenibles.
El calificativo de daño yatrogénico puede resultar injusto a partir de la idea de que muchas
de las consecuencias nocivas de los actos médicos dependen más bien de las condiciones
en que estos se efectúan; por ejemplo, sin los recursos necesarios o atendiendo a normas
inconvenientes. Sharp y Faden han propuesto el término de daño comiogénico (del griego komein,
misma raíz que en nosocomio o manicomio) para referirse a lo producido por médicos,
enfermeras, técnicos, personal administrativo, personal de apoyo, farmacéuticos, productores
de medicamentos o material de curación, administradores o políticos de la salud.
Aceptar que la probabilidad de producir daño está implícita en las acciones de los médicos
no significa dejar de reconocer que un alta proporción de estos daños son evitables,
particularmente los que dependen de negligencia, imprevisión, errores, fraude o ignorancia
injustificable. Ciertos daños yatrogénicos como la caída del cabello consecutiva a la quimio-
terapia del cáncer o los efectos del exceso de cortisona por el tratamiento de una enfermedad
autoinmunitaria grave no sólo no son evitables sino que pueden justificarse en términos de
los beneficios obtenidos; estos daños se suelen llamar predecibles, anticipados, justificados,
conscientes, necesarios, inocentes, explicables o calculados. Una reacción alérgica a un medicamento,
a pesar de que se hizo un interrogatorio al respecto y se tomaron las medidas para
minimizarla, también puede resultar inevitable; este daño se conoce como aleatorio, impredecible
o accidental. Pero, a partir de la experiencia en otros ámbitos se ha podido constituir
el concepto de “accidente o error latente”, que es uno que está ‘en espera de ocurrir’ y que
ha permitido una reducción significativa en la frecuencia de consecuencias indeseables, por
ejemplo, en las empresas de aviación.
EL DAÑO Y LAS TEORÍAS ÉTICAS
El juicio a partir sólo de los daños sin considerar las circunstancias y el proceso, juicio en el
que frecuentemente caen los pacientes, familiares, la sociedad, los medios de comunicación y
muchas veces los abogados, deja de lado el análisis de que se hubieran cumplido estrictamente
los estándares de la profesión y, a pesar de ello, ocurrió un desenlace desafortunado. El daño
yatrogénico se puede juzgar desde una perspectiva teleológica a partir de los resultados de una
acción, o desde la perspectiva deontológica considerando sólo la acción misma, al margen de
los resultados. En otras palabras, en el primer caso la presencia de daño obliga a considerar
que las acciones que lo precedieron no fueron éticamente correctas, independientemente de
que se ajustaran o no a las reglas y preceptos que regulan tales acciones; en el segundo caso
se juzga si las acciones se hicieron conforme a las reglas establecidas, independientemente de
que el resultado no haya sido bueno. Lo peculiar de nuestra sociedad contemporánea es que
estos dos tipos de teorías éticas coexisten, que a veces se aplican unas y a veces otras, lo que
origina no pocas confusiones y contradicciones.
Más que no hacer daño, el precepto primum non nocere considera una auténtica ponderación
del cociente beneficio/daño, es decir, la decisión de que en algunos casos vale la pena
correr el riesgo de producir un daño puesto que se obtendrá un beneficio considerable y, en
todo caso, siempre intentando minimizar tanto el riesgo como la magnitud del daño mismo.
Por supuesto que se abarca la obligación de no producir daño evitable como el dolor posoperatorio
o el del paciente terminal, no generar angustia innecesaria, no crear en el paciente
dependencias superfluas, no incrementar las culpas relacionadas con la enfermedad y prevenir
los gastos evitables. El retorno a la idea de jerarquizar al paciente por encima de cualesquier
otros intereses vuelve a hacer énfasis en evitarles daños o sufrimientos; en distintas épocas
han competido con el paciente (como interés primario incuestionable de los médicos), los
valores académicos, la preservación del buen nombre del facultativo o de la institución, la
necesidad de conservar el empleo, el cumplimiento del protocolo de investigación, ya no se
diga los valores económicos o promocionales.
ALTERNATIVAS PARA REDUCIR EL DAÑO
Admitiendo que el daño yatrogénico no es evitable en términos absolutos sí lo es en términos
relativos y conviene analizar lo que se puede hacer para reducirlo al mínimo ineludible. La
relativamente reciente e indudablemente creciente regulación social de la práctica médica,
en la que los médicos somos vigilados por nuestros pacientes, la comunidad, los grupos organizados
y nuestros propios colegas, ha reducido la excesiva libertad de que los médicos
gozábamos para, literalmente, hacer lo que quisiéramos con nuestros enfermos; introduce una
saludable supervisión que, si no llega a extremos ni se maneja visceralmente, puede contribuir
a que pongamos más cuidado en nuestro trabajo.
Considerando que los riesgos de errores o accidentes ocurren más frecuentemente cuando
los médicos y el personal son inexpertos, cuando se trata de procedimientos nuevos, cuando los
pacientes se encuentran en los extremos de la vida, se otorgan cuidados complejos o atención
de urgencia y en los pacientes con estancia prolongada en el hospital, conviene considerar todas
estas condiciones como de “accidente” o “error latente” y extremar las medidas precautorias.
Igual que los estudiantes no suelen denunciar a sus compañeros cuando copian en el
examen porque jerarquizan el compañerismo por encima de la honestidad, los médicos no
solemos denunciar los fraudes que se cometen contra la salud y contemporizamos con su
existencia. Tal vez la consciencia de lo complejas que son las decisiones médicas nos limita
para ser jueces de las acciones de otros y los ejemplos en los que algunos compañeros, por
parecer salvadores, calientan la cabeza de los pacientes o sus familiares en contra de un colega,
nos han vuelto prudentes. No obstante, debiéramos ser los primeros en denunciar prácticas
fraudulentas de los charlatanes y encontrar algún sistema para combatirlas.
Por otro lado, el mejor frente que se puede dar ante el “movimiento de emancipación
de los pacientes” es arraigarse en los valores y principios de la profesión. El respeto a la
autonomía del paciente, en la medida en que lo alienta a participar en las decisiones que le
conciernen, también lo hacen corresponsable informado, de tal modo que difícilmente podrá
sentirse engañado o defraudado. Incluso, se menciona que el término “consentimiento” ya ha
sido superado en la medida en que el médico se va convirtiendo en un consejero y asesor, más
que en un tutor paternalista.
Debiera retomarse la educación ética y de valores, no tanto en forma de una asignatura
curricular concreta sino en la creación de espacios para la reflexión cotidiana; a propósito de
los casos de todos los días. La propuesta de la medicina basada en evidencias, que recomienda
la mejor alternativa procedente de la investigación científica para la atención de los pacientes
individuales seguramente reducirá los daños involuntarios que se inducen en los enfermos.
En cuanto a la posibilidad de evitar los errores y accidentes se puede tomar ejemplo de las
compañías de aviación, sistematizando los procesos a través de protocolos que consideren los
errores latentes, los individuos de alto riesgo y las circunstancias.
Otra propuesta, que también procede del ejemplo de las compañías de aviación, es la
de sacar provecho de los errores; con este propósito se han diseñado, por ejemplo, actividades
académicas que complementan las sesiones anatomoclínicas, pero que se centran en los
errores de los médicos y en la seguridad de los pacientes, con una metodología cuidadosa
y respetando la confidencialidad debida. Se ha considerado la conveniencia de separar los
errores de las culpas, de instituir un sistema para reportar errores y accidentes, de diferenciar
los errores de los “eventos adversos” y de catalogar los errores y accidentes según sean o no
significativos.
ALGUNAS PROPUESTAS AL ALCANCE DEL MÉDICO
En resumen, más que dar preponderancia a la obligación de no hacer daño en términos absolutos
o en sentido abstracto, hoy el precepto primum non noscere se puede concretar en las
siguientes sugerencias para los médicos que, desde luego, no son exhaustivas:
• Refrendar el compromiso con el paciente antes que con nada ni nadie
• Sistematizar o protocolizar los procedimientos a manera de prever las contingencias
y minimizar los riesgos
• Evitar a toda costa el sufrimiento innecesario
• Valorar siempre los beneficios en función del riesgo
• Evitar las acciones superfluas o excesivas
• Mantenerse permanentemente actualizado y apto para ofrecer siempre la mejor alternativa
existente
• Minimizar la magnitud de los desenlaces dañinos inevitables
• Prescribir sólo lo indispensable
• Consultar las dosis e indicaciones de los medicamentos; no hay ningún desdoro en
hacerlo frente al paciente
• Si hay una persona más apta que uno para realizar un procedimiento, referirle al
enfermo o solicitarle asesoría y supervisión
• En igualdad de circunstancias, elegir la opción menos costosa
• Denunciar fraudes y charlatanes. Probablemente será necesario crear un sistema para
ello, en donde se eluda el riesgo de canibalismo por razones de competencia comercial
• Dedicar tiempo suficiente a las explicaciones
• Informar debidamente al paciente de los riesgos y de la necesidad de informar al
médico sobre los eventos adversos y reportarse
• Considerar la autodeterminación del paciente apto y hacerlo participar en las decisiones
que le conciernen
• Analizar los propios errores y sacar debido provecho de ellos corrigiendo los defectos
y superando la ignorancia. Ello significa una práctica reflexiva y dialéctica, que
eluda las rutinas
Seguramente hay muchas recomendaciones más, pero todas se centran en el arraigo en
valores y principios ancestrales de la profesión, en el cuidado y el esmero que se deben ponerse
en el trabajo, en la sistematización de los procedimientos, la autocrítica honesta y el
aprovechamiento de las estrategias que han resultado útiles en otros campos.
EPÍLOGO
La jerarquía que se concede al primum non nocere como primer principio de ética médica
tendría que ser reconsiderada, pues el daño está implícito en las acciones médicas y frecuentemente
es inevitable. Lo que tendría que prevenirse es producir daño innecesario, excesivo,
desproporcionado o sin mayor beneficio.
LECTURAS RECOMENDADAS
• Guarner V. Nuevas tecnologías y nuevos daños iatrogénicos. Gac Med Méx. 1995;131:533-51.
• Kohn LT, Corrigan JM, Donaldson MS. To err is human. Building a safer health system. National Academy
Press. Washington DC, EU. 2000.
• Lifshitz A. El significado actual de Primum non nocere. Medicina Interna de México 2003;19:36-40.
• Singh N, Brennan PJ, Bell M. Primum non nocere. Infection Control and Hospital Epidemiology 2008;29:S1.
• Smith CM. Origin and uses of Primum Non Nocere-above all do not harm. J Clin Pharmacol 2005;45:371-7.
• Wachter RM, Saint S, Markowitz AJ, Smith M. Learning from our mistakes: quality grand rounds, a new casebased
series on medical errors and patient safety. Ann Intern Med 2002;136:85


jueves, 14 de julio de 2016

Como mejorar el cumplimiento de la terapia

Los incuestionables avances que se han tenido en los tratamientos farmacológicos de muchas enfermedades terminan siendo anulados con frecuencia por un motivo muy simple: muchos pacientes no siguen las prescripciones. Las razones para ello son muy diversas: se les olvida, no entendieron las instrucciones, no se convencieron, no nos ganamos su confianza, sufren efectos adversos que los obligan a suspender la terapia, no tienen acceso al medicamento por falta de recursos económicos o por otras causas; no valoran suficientemente el tratamiento, se sienten bien, consideran que ya es mucha medicina, temen efectos nocivos por acumulación, les parece que ya lo siguieron por un tiempo suficiente, reciben opiniones (profesionales o no) distintas, les incomoda el sabor, etcétera. Esta falta de cumplimiento por parte del paciente se manifestó dramáticamente a propósito de la tuberculosis, enfermedad en la que fue necesario recurrir a estrategias de supervisión muy estrecha para evitar los fracasos terapéuticos y las resistencias; pero se ha hecho más evidente en otras enfermedades crónicas, particularmente las que carecen de síntomas o estos son bien tolerados. Los médicos hemos pecado de ingenuos y hasta de irresponsables al suponer que otorgar la receta garantiza su cumplimiento; que nuestra responsabilidad cesa en ese momento y que a partir de allí la obligación corresponde al paciente o a su familia. Ni siquiera solemos tener suficiente conciencia del problema y de su magnitud. Por mucho tiempo la adherencia fue identificada con la sumisión; de hecho, se le denominaba “obediencia terapéutica”. El mejor paciente era el más dócil, el que menos cuestionaba las indicaciones y el que se disciplinaba de manera estricta, confiando ciegamente en su médico y sin atreverse a criticarlo o poner en duda sus órdenes. Pero a partir de los últimos decenios del siglo XX, con la jerarquización del principio de autonomía, se reconoció el derecho de los pacientes a participar activamente en las decisiones que les conciernen y hasta el de negarse a seguir las indicaciones de los médicos si no les parecían apropiadas, en oposición al paternalismo que dominó por siglos y que concedía autoridad absoluta a los médicos para decidir en favor de los pacientes, aunque estos no estuvieran totalmente de acuerdo. Bajo esta nueva concepción el término “obediencia” se abandonó y se substituyó por otros como “conformidad”, “adhesión”, “apego”, “adherencia” o “cumplimiento” terapéutico. En inglés se suele utilizar el término compliance que significa conformidad o acuerdo, y que no es estrictamente un sinónimo de adherencia, pues se suele traducir como aceptabilidad o tolerancia. Recientemente también en inglés se ha preferido el término adherence. La Organización Mundial de la Salud define a la adherencia como “el grado en que el comportamiento de una persona (ya sea tomar el medicamento, seguir un régimen alimenticio o establecer cambios en su modo de vida) se corresponde con las recomendaciones acordadas de un prestador de asistencia sanitaria”. Este escrito se limitará a la adherencia al tratamiento farmacológico, con la plena conciencia de que el cumplimiento es mucho más difícil de lograr para los tratamientos dietéticos y para las modificaciones en los estilos de vida, y se enfocará a lo que puede hacer un médico individual con su paciente; no tanto a las estrategias de salud pública que preocupan mucho a la OMS y a la Organización Panamericana de la Salud, en la medida en que se desperdician muchos recursos y no se logran los efectos esperados de los tratamientos.
La magnitud del problema es suficientemente grande como para que la OMS lo considere una prioridad. En los países desarrollados apenas 50% de los pacientes con enfermedades crónicas alcanzan el cumplimiento de sus terapias mientras que en los países en desarrollo las cifras son mucho menores, de entre 12 y 37%. Desde luego que varían con la enfermedad, las condiciones socioeconómicas, la cultura y la educación; pero en general la falta de cumplimiento es el factor limitante más frecuente que impide alcanzar la efectividad terapéutica que sí se logra en los ensayos clínicos y no puede considerarse como una excepción pues ocurre en la mayoría de los casos. Hipertensión, diabetes, epilepsia, asma, cáncer, osteoporosis, sida y trasplantes son ejemplos dramáticos en los que la falta de adherencia conduce a desenlaces desafortunados. Cuando se trata de elegir candidatos, como sucede en los receptores de órganos, una variable ha sido la probabilidad estimada de que efectivamente cumplan con el tratamiento. Las consecuencias de una falta de adherencia son obvias, pero se destacan la falta de eficacia del tratamiento, el incremento en las complicaciones, la resistencia y el aumento de los costos. La información que los pacientes ofrecen a su médico acerca de si siguieron o no el tratamiento, y si lo hicieron tal y como estaba prescrito, no ha resultado confiable, ni siquiera cuando se ha obtenido a partir de un cuestionario estructurado. Se han tenido que idear procedimientos más complejos que no resultan prácticos en el encuentro individual entre médico y paciente, como son el recuento de las tabletas remanentes, la medición de niveles sanguíneos, la utilización de marcadores biológicos no tóxicos o los dispositivos electrónicos que registran cada momento en que se abre el envase. Toda esta sofisticación sólo habla de que, para estos propósitos, no puede confiarse en la palabra de los enfermos. Parece ser que algunos elementos clave para lograr mayor cumplimiento implican la comprensión plena de la terapia por parte del enfermo, su convicción sobre la importancia del apego, el que le asigne un valor a su tratamiento o a la recuperación de su salud, que se involucre afectivamente y se comprometa auténticamente. Partiendo de la idea de que el enfermo no es un obediente procesador de órdenes del médico, sino que siempre tiene algo que aportar en la relación terapéutica, el enfoque más pertinente se sustenta en mejorar la calidad de la relación interpersonal. En la medida en que el paciente cuente con información correcta, suficiente y comprensible, que jerarquice su propia salud, tenga confianza en el médico, en el medicamento y en el sistema de salud y cuente con una visión de futuro, se podrá lograr una mayor adherencia a las terapias. Las estrategias que se han propuesto para superar el problema abarcan cinco grupos: a) Educación del paciente, tanto en relación con su padecimiento y su terapéutica, como en el valor del apego. b) Efectos sobre el comportamiento, como ocurrió con los tratamientos de la tuberculosis. c) Recompensas, particularmente en los pacientes con mente sencilla, en los que funcionan mejor los incentivos, ya sea positivos o negativos. d) Apoyo social, especialmente por parte de la familia. e) Seguimiento, ya sea telefónico o presencial, personal o por intermediarios. En un intento de ubicar las estrategias en el terreno de un médico individual atendiendo a un paciente individual y tomando en cuenta las razones que más frecuentemente se invocan para la no adherencia se pueden hacer las siguientes recomendaciones: 1. La sola emisión de la receta, por más bien hecha que esté, no es, por supuesto, suficiente para garantizar la adherencia. 2. Anotar en la receta el tiempo que debe seguirse la prescripción, por ejemplo, “hasta nueva instrucción”, “de por vida”, “indefinidamente”. 3. Aunque se puede optar por utilizar incentivos (según las características del paciente), en general no sirven de mucho las amenazas, intimidaciones y mentiras. Lo más que se logra es que el paciente pierda la confianza o abandone al médico.
4. Explorar las aptitudes del paciente, tanto en términos de poder ejercer su autonomía como de poder contender con su enfermedad. 5. Explorar las expectativas del paciente. En caso de que sean razonables intentar cumplirlas; si son excesivas acotarlas desde el principio. 6. Tomarse el tiempo necesario para explicar con detalle la enfermedad y la terapia; constatar varias veces que el paciente haya comprendido. 7. Hacer partícipe al paciente de los planes terapéuticos. 8. Proporcionar la información por escrito. 9. Retroalimentar y reforzar, reconocer los esfuerzos y ponderarlos. 10. En igualdad de circunstancias, prescribir la marca menos costosa siempre y cuando se pueda garantizar el abasto y la calidad farmacéutica. 11. Usar el menor número de medicamentos posible, a la menor dosis posible y en el menor número de tomas posible.* 12. Relacionar las tomas del medicamento con las actividades cotidianas y no tanto con el horario, por ejemplo “al acostarse”, “después del desayuno”. 13. Explicar los posibles efectos adversos, su trascendencia y lo que hay que hacer en caso de que aparezcan. 14. Involucrar a la familia. 15. Mantener una comunicación frecuente con el paciente e investigar periódicamente el grado de cumplimiento. 16. En algunos casos puede ser útil firmar un convenio. 17. Investigar la posibilidad de una depresión asociada, en tanto que la falta de adherencia puede representar una conducta autodestructiva. 18. Sin descalificarlas a priori, advertir de las ventajas o inconvenientes de las medicinas alternativas que se suelen usar para el caso. *Aquí hay alguna contradicción porque, por ejemplo, las tomas semanales tienden a olvidarse más que las diarias y las tomas cada tercer día originan confusiones acerca de si hoy toca o no. Todo esto significa una inversión de tiempo del que a veces los médicos no disponemos, pero nuestra responsabilidad es con la salud del paciente y no la de cumplir nuestra tarea con el menor esfuerzo y al margen de los desenlaces. Los médicos somos más educadores que prescriptores. No basta reprender a los pacientes, culparlos, amenazarlos o intimidarlos; no basta informarles o recomendarles, hay que convencerlos; no basta ordenarles, hay que explorar sus posturas y tomar en cuenta sus puntos de vista. Lograr la adherencia es la verdadera meta de la prescripción. LECTURAS RECOMENDADAS • Alonso MA, Álvarez J, Arroyo J y cols. Adherencia terapéutica: estrategias prácticas de mejora. Salud-Madrid 2006;13:31-8. Disponible en: http://www.infodoctor.org/notas/NF-2006-8 • Lifshitz A. Importancia y complejidad de la adherencia terapéutica. Rev Med IMSS (Méx) 2007;45:309-310.