lunes, 11 de junio de 2018

Las ciencias de la complejidad en la clínica

La historia del pensamiento médico ha mostrado una intención a favor de la simplificación y el reduccionismo. Para entender los fenómenos se ha recurrido a la artificiosidad de aislarlos de su contexto y buscar los caminos más directos que permitan comprender las interrelaciones. En algún tiempo, especialmente durante el auge de la microbiología, se pensó que la medicina era una disciplina de tres columnas: una que señalaba el nombre de la enfermedad (diagnóstico nosológico), otra que refería al agente etiológico (casi siempre un microbio) y la última que recomendaba el medicamento que destruía al microbio. Hoy está claro que la práctica médica no es tan simple: el diagnóstico nosológico no es más que un artificio, operativo y didáctico; todas las enfermedades son multicausales y cada decisión terapéutica tiene una variedad de alternativas y combinaciones. El paradigma prevaleciente no parece apropiado para explicar muchos fenómenos de la clínica, de la dinámica de las enfermedades, de los desenlaces terapéuticos, de la fisiopatología, de las interacciones durante la comorbilidad, de la evolución de los pacientes. Conviene pues explorar otras alternativas y, sobre todo, intentar aplicar lo que se ha avanzado en la comprensión del mundo complejo, al que ciertamente pertenecen las enfermedades, los enfermos, la sociedad, los medicamentos, la fisiología, la fisiopatología y la farmacología. Por el momento, la aplicación de las ciencias de la complejidad a la clínica requiere de cierta experiencia en los fenómenos de salud y enfermedad, haber reflexionado sobre sus misterios, abandonar el dogma y la tradición que parece tener explicación para todo, cuestionar lo establecido y estar abierto a alternativas ciertamente iconoclastas. Por ahora parece éste un espacio de reflexión sustentada en enfoques modernos y verdaderamente innovadores. Si nos ubicamos en el estudio clínico de los enfermos, cualquier persona que haya tenido un mínimo de exposición a pacientes se percata que cuanto expresan se parece poco a lo que describen los textos (“los pacientes no leen los libros”), que prácticamente ninguno de ellos reproduce la enfermedad prevista, que acaso se manifiesta con fragmentos de diferentes enfermedades pero cada uno de ellos atípico, que cada expresión patogé- nica tiene influencia sobre las otras y, al final, se produce una entidad única, irreconocible, que da apoyo al viejo aforismo de que “no hay enfermedades sino enfermos”. La comorbilidad, la polifarmacia, las influencias externas, la combinación con procesos de envejecimiento o de maduración, exigen efectivamente una nueva visión. La primera frustración del estudiante de medicina es que los padecimientos no son iguales que las enfermedades. Ya no se diga lo que ocurre en el terreno epidemiológico en el que el modelo prevalente ha resultado insuficiente, y, en parte por ello, los logros en salud pública han sido insuficientes o podrían ser mayores. Tan sólo la multicausalidad, bien reconocida desde hace tiempo, requiere una visión diferente, tanto de la patogenia como de la prevención. La era de los estilos de vida ya no se adapta al modelo lineal, por ejemplo, de los postulados de Koch o de la teoría microbiana de las enfermedades. La especialización sustentada en el reduccionismo ha llegado a su límite conceptual, sobre todo si excluye la transdisciplina, se aferra a fronteras perfectamente definidas, menosprecia cuanto está fuera de ella y, acaso, se vislumbra como territorio y poder, exclusiva y excluyente. Parece indispensable que se abra un espacio para la complejidad, que se creen expertos en las relaciones de la medicina con la complejidad, el caos, la no linealidad, la teoría de redes, los modelos estocásticos, la confrontación con la incertidumbre, los modelos abiertos e inestables; superar el pensamiento simple, lineal, que espera efectos predeterminados, lo determinista, reduccionista, incapaz de comprender los desenlaces inesperados, ordenados, estables, disciplinados y obedientes.
LECTURAS RECOMENDADAS
• Ruelas E, Cocho G, Villegas M. Complejidad, sistemas de salud y calidad. Disponible en: http://coevolución. net/index.php/component/content/article 183-complejidad-y-salud
• Ruelas E, Mansilla R, Rosado J. Las ciencias de la complejidad y la innovación médica. Ensayos y modelos. Secretaría de Salud. México. 2006.

Consentimiento informado. Más que una autorización para la investigación Alberto Lifshitz

Se ha dado una amplia difusión a la necesidad de que los sujetos de investigación estén perfectamente enterados de las características del proyecto en el que van a participar, y que en estas circunstancias firmen su anuencia. Hay toda una serie de lineamientos acerca de los aspectos éticos y metodológicos del consentimiento informado y hoy es un requisito de todo protocolo de investigación que involucre seres humanos como un reconocimiento a la autonomía de las personas, la que se tiende a ubicar por encima aún del valor que tiene generar conocimiento nuevo. Más que un camino para que el investigador se proteja ante eventuales demandas y reclamaciones el consentimiento informado sirve para que el paciente se proteja de eventuales abusos o descuidos por parte de los investigadores, considerando que hay toda una historia negra al respecto. Pero los principios que guían el consentimiento informado obviamente no se limitan a la investigación, si bien no han sido debidamente formalizados en los terrenos de la atención médica y de la educación médica. En cirugía, por ejemplo, el asunto tiene una particular importancia considerando las difíciles decisiones que caracterizan su ejercicio. Más recientemente se empieza a hablar de consentimiento informado para la educación médica. La enseñanza clínica por ahora no puede prescindir de las prácticas en pacientes reales. Por más que se han buscado alternativas como maniquíes, pacientes estandarizados (actores profesionales que se contratan para hacer el papel de pacientes), simuladores electró- nicos y hasta la habilitación de los compañeros estudiantes como pacientes estandarizados, lo cierto es que no se pueden sustituir totalmente a los pacientes verdaderos. Sin embargo, en muchos lugares ya los enfermos se niegan a ser atendidos por estudiantes, aún de posgrado y con cédula profesional, a lo cual tienen derecho. Desde siempre se ha planteado el conflicto de informarle al paciente que lo está viendo un estudiante, o hacer parecer a éste como un miembro más del equipo médico. Ambas conductas tienen ventajas prácticas y no constituyen verdaderos engaños, mientras el estudiante no se haga pasar por especialista o experto. Pero hoy en día se va extendiendo la necesidad también de un consentimiento informado en la educación médica, en el que, de la misma manera que ocurre con la investigación, se hace una amplia explicación a los pacientes, preferentemente por escrito, de la naturaleza del acto educativo y de la voluntariedad que tienen los pacientes de participar en él. Las experiencias iniciales muestran que los enfermos suelen colaborar, que entienden la importancia de la educación médica y de su participación en ella. En la atención médica la posición paternalista, unas veces autoritaria y otras benevolente, por fortuna va quedando en el pasado. La idea de que el médico toma las decisiones en bien del paciente pero sin la participación de éste va siendo substituida por el reconocimiento de los derechos del enfermo, entre ellos el de autodeterminación. El doctor Gawande, en un espléndido libro, describe de la siguiente manera la situación que prevalecía: “Hace poco más de una década, los médicos tomaban las decisiones y los pacientes hacían lo que se les decía. No se les consultaba sobre sus deseos y prioridades y se ocultaba información como algo rutinario, en ocasiones información crucial, como qué medicamentos tomaban, qué tratamientos recibían y cuál era el diagnóstico. Incluso se prohibía a los pacientes que miraran sus historiales médicos: no les pertenecían, decían los médicos. Eran considerados como niños: demasiado frágiles e ingenuos para poder soportar la verdad, por no hablar de la toma de decisiones. Y sufrían por ello. Les ponían aparatos, les daban medicamentos y les sometían a operaciones que no habían escogido. Y en cambio, no se sometían a tratamientos que quizá habrían preferido”. Los médicos tasaban sus decisiones con base en sus propios valores y no los de los pacientes; por ejemplo, decidían si un paciente debía o no someterse a vasectomía, no sólo en términos de que fuera apropiada desde el punto de vista médico, sino también desde el personal. Algunos médicos se negaban a esterilizar a los solteros, a los casados sin hijos o a los demasiado jóvenes, sin tomar en cuenta los deseos de los pacientes. Hoy se admite que los pacientes aptos participen en las decisiones que les conciernen y se otorga prioridad a esta participación aunque no siempre sea lo más favorable para la salud. El consentimiento informado, en estos casos, no es más que la formalización de esta participación. Antes de realizar un procedimiento clínico, diagnóstico o terapéutico, el paciente merece conocer la naturaleza del procedimiento, sus alcances, riesgos, inconvenientes y ventajas y expresar su anuencia. Más aún, el paciente, cada vez mejor informado, es capaz de hacer propuestas razonables en el terreno clínico, pues al fin y al cabo, él es el experto en su padecimiento, aunque el médico lo sea en las enfermedades. El consentimiento informado significa, en el ejercicio cotidiano de la clínica, un diálogo permanente entre médico y paciente, en el que el paciente sabe con precisión qué es lo que está ocurriendo y, hasta cierto punto, lo que discurre la mente del clínico. Más que verlo como la formalización escrita de una autorización para realizar determinados procedimientos se tendría que entender como el resultado de una amplia comunicación entre paciente y médico, con un constante intercambio de información. Acaso, los formularios escritos pueden servir de base para una discusión y un análisis por parte de ambos, más que para probar que en su momento se obtuvo la autorización correspondiente. De hecho, más que un consentimiento (que significa aceptación, anuencia) se tendría que ver como un acuerdo acerca de las mejores alternativas para resolver los problemas del paciente. Por supuesto que la autonomía tiene limitaciones e inconvenientes. Las condiciones para ejercerla están muy claras: el paciente debe ser apto, poseer la información suficiente y estar libre de coacción. En la sociedad mexicana hay una larga tradición paternalista y de resignación ante la enfermedad, de tal modo que una proporción de los pacientes se niegan a ejercer su autonomía y prefieren ponerse irrestrictamente en manos de sus médicos, si no es que optan por decisiones colegiadas después de consultar al cónyuge o a otros familiares. Por otro lado, los pacientes, ciertamente, pueden tomar decisiones equivocadas y esto crea un verdadero dilema en los médicos que perciben el conflicto entre la beneficencia y la autonomía. En todo caso, lo importante es propiciar el diálogo, ampliar la información, escuchar los argumentos y no dejar de lado los deseos, temores, aprehensiones, creencias y valores de los enfermos. El consentimiento informado puede ser visto como un requisito burocrático de moda, la expresión de un ordenamiento legal o reglamentario o una protección para ambos, médico y paciente; pero se puede también visualizar desde una óptica más profunda como la máxima expresión de una relación médico-paciente comprensiva y completa, una declaración de respeto irrestricto a la autonomía, una oportunidad de ofrecer información completa y un compromiso para alcanzar los mejores desenlaces para los enfermos de acuerdo con la particular visión de ellos mismos.